92 AÑOS DEL HOSPITAL MUNICIPAL
Yolanda y Susana dos vidas ligadas a la salud de los madariaguenses
Ambas son enfermeras jubiladas. Las experiencias, el desarrollo y las mejoras del centro de salud más importante de la ciudad en estas historias de vida.
Trabajaron entre 1964 y 2011 en el Hospital Municipal Ana Rosa Schlieper de Martínez Guerrero, sus vidas se cruzaron e, indefectiblemente, se hicieron amigas. Hoy, al celebrarse 92 años del centro de salud por excelencia de la ciudad, División Prensa reunió a Yolanda Díaz y Susana Dangel para escuchar, de primera mano, historias relacionadas a los pasillos y metodologías de antaño que se utilizaban para salvar la vida de los vecinos.
Cuando las jeringas eran de vidrio y debían calentarse entre aplicación y aplicación para esterilizarlas, cuando los guantes eran de látex y, junto a los guardapolvos, había que enviarlos a la lavandería para que regresen limpios o los preparativos durante toda la semana para que un domingo lleguen médicos desde La Plata para hacer todas las operaciones en una sola jornada; sobre todas estas anécdotas gira esta charla que se extendió por casi una hora con ambas.
En la época en la que ingresaron el hospital estaba dividido en dos: un sector era provincial y el otro municipal. Por eso, había dos administraciones que se manejaban de manera separada y no existían las habitaciones con baño privado sino que eran pabellones de internación. Otro detalle era que los hombres y las mujeres estaban por separado. Los recién nacidos y los niños que eran tratados también estaban en salas distintas.
Los que había era compañerismo y todo el personal estaba dispuesto a ayudar en cualquier área para asistir a quienes ingresaban de urgencia. La guardia no existía, las enfermeras recibían a los pacientes, debían convocar al médico y, por eso, muchas veces los bebés llegaban al mundo sin la presencia de la mano de un médico.
Díaz recuerda que su ingreso fue un martes 13 de junio de 1966 y que se abocó al tratamiento de la tuberculosis porque había muchas personas con esta enfermedad. Las mucamas también hacían tareas de enfermería y, de a poco, iban aprendiendo distintas prácticas. De limpiar pasaban a colocar vacunas, hacer electrocardiogramas o ayudaban en ginecología y, luego, volvían a hervir las jeringas para prepararlas para otra aplicación.
Mientras que Dangel recuerda que fue en 1964 que ingresó a desempeñar tareas cuando, tan sólo, tenía 16 años. Era portera pero el director de aquel entonces, el doctor Nicolás Mónaco, la tomó como un “comodín”, la entrenó y empezó a tomar placas radiológicas. Durante años sólo Mónaco y Dangel hicieron esta tarea y, luego de casarse, Susana detectó problemas en sus embarazos a causa de los rayos x y pasó a desempeñar tareas en la farmacia junto a las monjas de la congregación “Sagrada familia de Nazareth”.
“Ellas tenían una casa ahí. Estaban en la cocina, el lavadero y la farmacia. Se llamaban: Alfonsina, Ceferina y Raquel, que era farmacéutica”, cuenta.
Y fue Raquel la que le enseñó el preparado de jarabes, pomadas y las recetas magistrales. Más tarde el doctor y reconocido quiropráctico Quarim fue más allá y le mostró como rellenar las ampollas de las vacunas y cerrarlas calentando el vidrio con cuidado sobre una hornalla.
Hay un punto en común a la hora de agradecerle a alguien y destacarlo en estas historias: Juan San Martín; un enfermero profesional que vivía en una de las casas del predio del hospital y era “como un médico” por sus conocimientos. De hecho, los nuevos doctores que llegaban terminaban aprendiendo de este instrumentador quirúrgico distintas cosas.
En el relato, recuerdan que no había hospitales en la zona y, por esta razón, ingresaban pacientes de todo el partido de La Costa, Pinamar y Villa Gesell. También relatan que la ruta 74 era muy peligrosa y había muchos accidentes que mantenían alerta a todo el personal durante las temporadas de verano.
El personal fue aumentando y el perfeccionamiento llevó a que comiencen a aparecer las carreras de auxiliar en enfermería y también la de asistente. Con estas posibilidades aquellas tareas que realizaban con un aprendizaje “sobre la marcha” adquiría algo de profesionalismo.
Las operaciones
Eran los días domingo y la preparación del quirófano levaba gran parte de la semana. Los cirujanos llegaban desde La Plata y el desfile de pacientes arrancaba a las 8 de la mañana y terminaba a las 22.
Todos debían turnarse para hacer de instrumentadores o ayudantes, dice Susana.
Apellidos como Coba, Venturini, Abait o Cufré resuenan en las experiencias que recuerdan y plasman en esta entrevista.
En 2001 llegó el tiempo de la jubilación para ambas. A pesar de dolor y la añoranza de tener que dejar atrás un modo de vida, las dos saben que fueron piezas fundamentales en la vida de cientos de pacientes y, también, de la formación de un hospital en constante crecimiento.
“Está bueno el avance que vemos y está mejor porque hay más medios. Hay centros periféricos de atención y eso descentraliza y descomprime todo”, dice Díaz.
Por su parte, Dangel resume todo en una frase “es mi segunda casa. Imagínense todo lo que pasé ahí. Formé gente y se dejó de lado la lapicera, las manos y el papelito para que ingrese la tecnología. Tenemos una atención maravillosa y gente muy comprometida”.
Cuando las jeringas eran de vidrio y debían calentarse entre aplicación y aplicación para esterilizarlas, cuando los guantes eran de látex y, junto a los guardapolvos, había que enviarlos a la lavandería para que regresen limpios o los preparativos durante toda la semana para que un domingo lleguen médicos desde La Plata para hacer todas las operaciones en una sola jornada; sobre todas estas anécdotas gira esta charla que se extendió por casi una hora con ambas.
En la época en la que ingresaron el hospital estaba dividido en dos: un sector era provincial y el otro municipal. Por eso, había dos administraciones que se manejaban de manera separada y no existían las habitaciones con baño privado sino que eran pabellones de internación. Otro detalle era que los hombres y las mujeres estaban por separado. Los recién nacidos y los niños que eran tratados también estaban en salas distintas.
Los que había era compañerismo y todo el personal estaba dispuesto a ayudar en cualquier área para asistir a quienes ingresaban de urgencia. La guardia no existía, las enfermeras recibían a los pacientes, debían convocar al médico y, por eso, muchas veces los bebés llegaban al mundo sin la presencia de la mano de un médico.
Díaz recuerda que su ingreso fue un martes 13 de junio de 1966 y que se abocó al tratamiento de la tuberculosis porque había muchas personas con esta enfermedad. Las mucamas también hacían tareas de enfermería y, de a poco, iban aprendiendo distintas prácticas. De limpiar pasaban a colocar vacunas, hacer electrocardiogramas o ayudaban en ginecología y, luego, volvían a hervir las jeringas para prepararlas para otra aplicación.
Mientras que Dangel recuerda que fue en 1964 que ingresó a desempeñar tareas cuando, tan sólo, tenía 16 años. Era portera pero el director de aquel entonces, el doctor Nicolás Mónaco, la tomó como un “comodín”, la entrenó y empezó a tomar placas radiológicas. Durante años sólo Mónaco y Dangel hicieron esta tarea y, luego de casarse, Susana detectó problemas en sus embarazos a causa de los rayos x y pasó a desempeñar tareas en la farmacia junto a las monjas de la congregación “Sagrada familia de Nazareth”.
“Ellas tenían una casa ahí. Estaban en la cocina, el lavadero y la farmacia. Se llamaban: Alfonsina, Ceferina y Raquel, que era farmacéutica”, cuenta.
Y fue Raquel la que le enseñó el preparado de jarabes, pomadas y las recetas magistrales. Más tarde el doctor y reconocido quiropráctico Quarim fue más allá y le mostró como rellenar las ampollas de las vacunas y cerrarlas calentando el vidrio con cuidado sobre una hornalla.
Hay un punto en común a la hora de agradecerle a alguien y destacarlo en estas historias: Juan San Martín; un enfermero profesional que vivía en una de las casas del predio del hospital y era “como un médico” por sus conocimientos. De hecho, los nuevos doctores que llegaban terminaban aprendiendo de este instrumentador quirúrgico distintas cosas.
En el relato, recuerdan que no había hospitales en la zona y, por esta razón, ingresaban pacientes de todo el partido de La Costa, Pinamar y Villa Gesell. También relatan que la ruta 74 era muy peligrosa y había muchos accidentes que mantenían alerta a todo el personal durante las temporadas de verano.
El personal fue aumentando y el perfeccionamiento llevó a que comiencen a aparecer las carreras de auxiliar en enfermería y también la de asistente. Con estas posibilidades aquellas tareas que realizaban con un aprendizaje “sobre la marcha” adquiría algo de profesionalismo.
Las operaciones
Eran los días domingo y la preparación del quirófano levaba gran parte de la semana. Los cirujanos llegaban desde La Plata y el desfile de pacientes arrancaba a las 8 de la mañana y terminaba a las 22.
Todos debían turnarse para hacer de instrumentadores o ayudantes, dice Susana.
Apellidos como Coba, Venturini, Abait o Cufré resuenan en las experiencias que recuerdan y plasman en esta entrevista.
En 2001 llegó el tiempo de la jubilación para ambas. A pesar de dolor y la añoranza de tener que dejar atrás un modo de vida, las dos saben que fueron piezas fundamentales en la vida de cientos de pacientes y, también, de la formación de un hospital en constante crecimiento.
“Está bueno el avance que vemos y está mejor porque hay más medios. Hay centros periféricos de atención y eso descentraliza y descomprime todo”, dice Díaz.
Por su parte, Dangel resume todo en una frase “es mi segunda casa. Imagínense todo lo que pasé ahí. Formé gente y se dejó de lado la lapicera, las manos y el papelito para que ingrese la tecnología. Tenemos una atención maravillosa y gente muy comprometida”.